SACERDOTES

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jueves, 8 de mayo de 2008

Benedicto XVI: Anunciar y testimoniar la alegría, núcleo central de la misión del sacerdote

Benedicto XVI: Anunciar y testimoniar la alegría, núcleo central de la
misión del sacerdote

Homilía en la misa de ordenación de 29 nuevos sacerdotes

CIUDAD DEL VATICANO, martes, 6 mayo 2008 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía
que pronunció Benedicto XVI en la misa en la que ordenó a 29 nuevos
sacerdotes en la Basílica de San Pedro del Vaticano el pasado 27 de abril de
2008.
* * *

Queridos hermanos y hermanas:

Se realizan hoy para nosotros, de modo muy particular, las palabras que
dicen: "Acreciste la alegría, aumentaste el gozo" (Is 9, 2). En efecto, a la
alegría de celebrar la Eucaristía en el día del Señor, se suman el júbilo
espiritual del tiempo de Pascua, que ya ha llegado al sexto domingo, y sobre
todo la fiesta de la ordenación de nuevos sacerdotes.

Juntamente con vosotros, saludo con afecto a los veintinueve diáconos que
dentro de poco serán ordenados presbíteros. Expreso mi profundo
agradecimiento a cuantos los han guiado en su camino de discernimiento y de
preparación, y os invito a todos a dar gracias a Dios por el don de estos
nuevos sacerdotes a la Iglesia. Sostengámoslos con intensa oración durante
esta celebración, con espíritu de ferviente alabanza al Padre que los ha
llamado, al Hijo que los ha atraído a sí, y al Espíritu Santo que los ha
formado.

Normalmente, la ordenación de nuevos sacerdotes tiene lugar el IV domingo de
Pascua, llamado domingo del Buen Pastor, que es también la Jornada mundial
de oración por las vocaciones, pero este año no fue posible, porque yo
estaba partiendo para mi visita pastoral a Estados Unidos. El icono del buen
Pastor ilustra mejor que cualquier otro el papel y el ministerio del
presbítero en la comunidad cristiana. Pero también los pasajes bíblicos que
la liturgia de hoy propone a nuestra meditación iluminan, desde un ángulo
diverso, la misión del sacerdote.

La primera lectura, tomada del capítulo octavo de los Hechos de los
Apóstoles, narra la misión del diácono Felipe en Samaria. Quiero atraer
inmediatamente la atención hacia la frase con que se concluye la primera
parte del texto: "La ciudad se llenó de alegría" (Hch 8, 8). Esta expresión
no comunica una idea, un concepto teológico, sino que refiere un
acontecimiento concreto, algo que cambió la vida de las personas: en una
determinada ciudad de Samaria, en el período que siguió a la primera
persecución violenta contra la Iglesia en Jerusalén (cf. Hch 8, 1), sucedió
algo que "llenó de alegría". ¿Qué es lo que sucedió?

El autor sagrado narra que, para escapar a la persecución religiosa desatada
en Jerusalén contra los que se habían convertido al cristianismo, todos los
discípulos, excepto los Apóstoles, abandonaron la ciudad santa y se
dispersaron por los alrededores. De este acontecimiento doloroso surgió, de
manera misteriosa y providencial, un renovado impulso a la difusión del
Evangelio. Entre quienes se habían dispersado estaba también Felipe, uno de
los siete diáconos de la comunidad, diácono como vosotros, queridos
ordenandos, aunque ciertamente con modalidades diversas, puesto que en la
etapa irrepetible de la Iglesia naciente, el Espíritu Santo había dotado a
los Apóstoles y a los diáconos de una fuerza extraordinaria, tanto en la
predicación como en la acción taumatúrgica.

Pues bien, sucedió que los habitantes de la localidad samaritana de la que
se habla en este capítulo de los Hechos de los Apóstoles acogieron de forma
unánime el anuncio de Felipe y, gracias a su adhesión al Evangelio, Felipe
pudo curar a muchos enfermos. En aquella ciudad de Samaria, en medio de una
población tradicionalmente despreciada y casi excomulgada por los judíos,
resonó el anuncio de Cristo, que abrió a la alegría el corazón de cuantos lo
acogieron con confianza. Por eso -subraya san Lucas-, aquella ciudad "se
llenó de alegría".

Queridos amigos, esta es también vuestra misión: llevar el Evangelio a
todos, para que todos experimenten la alegría de Cristo y todas las ciudades
se llenen de alegría. ¿Puede haber algo más hermoso que esto? ¿Hay algo más
grande, más estimulante que cooperar a la difusión de la Palabra de vida en
el mundo, que comunicar el agua viva del Espíritu Santo? Anunciar y
testimoniar la alegría es el núcleo central de vuestra misión, queridos
diáconos, que dentro de poco seréis sacerdotes.

El apóstol san Pablo llama a los ministros del Evangelio "servidores de la
alegría". A los cristianos de Corinto, en su segunda carta, escribe: "No es
que pretendamos dominar sobre vuestra fe, sino que contribuimos a vuestra
alegría, pues os mantenéis firmes en la fe" (2 Co 1, 24). Son palabras
programáticas para todo sacerdote. Para ser colaboradores de la alegría de
los demás, en un mundo a menudo triste y negativo, es necesario que el fuego
del Evangelio arda dentro de vosotros, que reine en vosotros la alegría del
Señor. Sólo podréis ser mensajeros y multiplicadores de esta alegría
llevándola a todos, especialmente a cuantos están tristes y afligidos.

Volvamos a la primera lectura, que nos brinda otro elemento de meditación.
En ella se habla de una reunión de oración, que tiene lugar precisamente en
la ciudad samaritana evangelizada por el diácono Felipe. La presiden los
apóstoles san Pedro y san Juan, dos "columnas" de la Iglesia, que habían
acudido de Jerusalén para visitar a esa nueva comunidad y confirmarla en la
fe. Gracias a la imposición de sus manos, el Espíritu Santo descendió sobre
cuantos habían sido bautizados.

En este episodio podemos ver un primer testimonio del rito de la
"Confirmación", el segundo sacramento de la iniciación cristiana. También
para nosotros, aquí reunidos, la referencia al gesto ritual de la imposición
de las manos es muy significativo. En efecto, también es el gesto central
del rito de la ordenación, mediante el cual dentro de poco conferiré a los
candidatos la dignidad presbiteral. Es un signo inseparable de la oración,
de la que constituye una prolongación silenciosa. Sin decir ninguna palabra,
el obispo consagrante y, después de él, los demás sacerdotes ponen las manos
sobre la cabeza de los ordenandos, expresando así la invocación a Dios para
que derrame su Espíritu sobre ellos y los transforme, haciéndolos partícipes
del sacerdocio de Cristo. Se trata de pocos segundos, un tiempo brevísimo,
pero lleno de extraordinaria densidad espiritual.

Queridos ordenandos, en el futuro deberéis volver siempre a este momento, a
este gesto que no tiene nada de mágico y, sin embargo, está lleno de
misterio, porque aquí se halla el origen de vuestra nueva misión. En esa
oración silenciosa tiene lugar el encuentro entre dos libertades: la
libertad de Dios, operante mediante el Espíritu Santo, y la libertad del
hombre. La imposición de las manos expresa plásticamente la modalidad
específica de este encuentro: la Iglesia, personificada por el obispo, que
está de pie con las manos extendidas, pide al Espíritu Santo que consagre al
candidato; el diácono, de rodillas, recibe la imposición de las manos y se
encomienda a dicha mediación. El conjunto de esos gestos es importante, pero
infinitamente más importante es el movimiento espiritual, invisible, que
expresa; un movimiento bien evocado por el silencio sagrado, que lo envuelve
todo, tanto en el interior como en el exterior.

También en el pasaje evangélico encontramos este misterioso "movimiento"
trinitario, que lleva al Espíritu Santo y al Hijo a habitar en los
discípulos. Aquí es Jesús mismo quien promete que pedirá al Padre que mande
a los suyos el Espíritu, definido "otro Paráclito" (Jn 14, 16), término
griego que equivale al latino ad-vocatus, abogado defensor. En efecto, el
primer Paráclito es el Hijo encarnado, que vino para defender al hombre del
acusador por antonomasia, que es satanás. En el momento en que Cristo,
cumplida su misión, vuelve al Padre, el Padre envía al Espíritu como
Defensor y Consolador, para que permanezca para siempre con los creyentes,
habitando dentro de ellos. Así, entre Dios Padre y los discípulos se
entabla, gracias a la mediación del Hijo y del Espíritu Santo, una relación
íntima de reciprocidad: "Yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en
vosotros", dice Jesús (Jn 14, 20). Pero todo esto depende de una condición,
que Cristo pone claramente al inicio: "Si me amáis" (Jn 14, 15), y que
repite al final: "Al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también lo amaré y
me revelaré a él" (Jn 14, 21). Sin el amor a Jesús, que se manifiesta en la
observancia de sus mandamientos, la persona se excluye del movimiento
trinitario y comienza a encerrarse en sí misma, perdiendo la capacidad de
recibir y comunicar a Dios.

"Si me amáis". Queridos amigos, Jesús pronunció estas palabras durante la
última Cena, en el mismo momento en que instituyó la Eucaristía y el
sacerdocio. Aunque estaban dirigidas a los Apóstoles, en cierto sentido se
dirigen a todos sus sucesores y a los sacerdotes, que son los colaboradores
más estrechos de los sucesores de los Apóstoles. Hoy las volvemos a escuchar
como una invitación a vivir cada vez con mayor coherencia nuestra vocación
en la Iglesia: vosotros, queridos ordenandos, las escucháis con particular
emoción, porque precisamente hoy Cristo os hace partícipes de su sacerdocio.
Acogedlas con fe y amor. Dejad que se graben en vuestro corazón; dejad que
os acompañen a lo largo del camino de toda vuestra vida. No las olvidéis; no
las perdáis por el camino. Releedlas, meditadlas con frecuencia y, sobre
todo, orad con ellas. Así, permaneceréis fieles al amor de Cristo y os
daréis cuenta, con alegría continua, de que su palabra divina "caminará" con
vosotros y "crecerá" en vosotros.

Otra observación sobre la segunda lectura: está tomada de la primera carta
de san Pedro, cerca de cuya tumba nos encontramos y a cuya intercesión
quiero encomendaros de modo especial. Hago mías sus palabras y con afecto os
las dirijo: "Glorificad en vuestro corazón a Cristo Señor y estad siempre
prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere" (1
P 3, 15). Glorificad a Cristo Señor en vuestros corazones, es decir,
cultivad una relación personal de amor con él, amor primero y más grande,
único y totalizador, dentro del cual vivir, purificar, iluminar y santificar
todas las demás relaciones.

"Vuestra esperanza" está vinculada a esta "glorificación", a este amor a
Cristo, que por el Espíritu, como decíamos, habita en nosotros. Nuestra
esperanza, vuestra esperanza, es Dios, en Jesús y en el Espíritu. En
vosotros esta esperanza, a partir de hoy, se convierte en "esperanza
sacerdotal", la de Jesús, buen Pastor, que habita en vosotros y da forma a
vuestros deseos según su Corazón divino: esperanza de vida y de perdón para
las personas encomendadas a vuestro cuidado pastoral; esperanza de santidad
y de fecundidad apostólica para vosotros y para toda la Iglesia; esperanza
de apertura a la fe y al encuentro con Dios para cuantos se acerquen a
vosotros buscando la verdad; esperanza de paz y de consuelo para los que
sufren y para los heridos por la vida.

Queridos hermanos, en este día tan significativo para vosotros, mi deseo es
que viváis cada vez más la esperanza arraigada en la fe, y que seáis siempre
testigos y dispensadores sabios y generosos, dulces y fuertes, respetuosos y
convencidos, de esa esperanza. Que os acompañe en esta misión y os proteja
siempre la Virgen María, a quien os exhorto a acoger nuevamente, como hizo
el apóstol san Juan al pie de la cruz, como Madre y Estrella de vuestra vida
y de vuestro sacerdocio. Amén.

[Traducción distribuida por la Santa Sede

© Copyright 2008 - Libreria Editrice Vaticana]


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